martes, 7 de enero de 2014

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                                        CAPITULO II

                                         Tercera parte

                                LA FOBIA Y EULOGIO



Cuando empecé a escribir en este blog, uno de mis principales propósitos fue la sinceridad. Mostrarme tal cual soy. Desnudarme  de hipocresías en el recogimiento que me ofrece este tan bello como difícil arte de la escritura.

Observar con imparcialidad y distanciamiento la verdad de mis actos, estados de ánimo, conducta  u opiniones. Aunque ello, lo sé, me exponga públicamente a la burla, a la pulla, a la mofa, ala befa, a la bi, a la ba, a la…(Disculpen, la búsqueda de la verdad, a veces tiene efectos secundarios)

Dicho lo cual, y haciendo honor a mis palabras, quiero en este preciso instante y en este público medio, confesar algo que he ocultado a todo el mundo y que me produce graves trastornos, tanto emocionales, como psicológicos e incluso físicos. Y es…, es…, mi fobia a…, a…, a lo que…, comúnmente solemos llamar…: labores del hogar. (Por fin)

Humano, demasiado humano, que dijera un filósofo alemán  sempiterno concursante al mostacho de oro.

Pero, cariño, así es. Siento que te enteres de este modo. Perdóname por ocultártelo.  Sin embargo puedo asegurarte con la  sinceridad de la que estoy haciendo gala, que lo he hecho por amor. Sí, por amor, pues siempre he temido que al saberlo dejaras de quererme.

Pero ya confeso, te ruego me otorgues una nueva y magnánima oportunidad. Te prometo que aunque mi curación  me lleve años, y años, y más años, ¡qué digo! siglos, y ahora no podamos permitídnoslo por nuestra situación económica, en cuanto nos sea posible, no dudes que me pondré en manos de mejor especialita en la materia.

No obstante,  debo decir en mi descargo que éste es un mal que heredé y que me fue diagnosticado nada más nacer. Mi madre me lo confesó en cuanto tuve uso de razón. Lo recuerdo como si hubiera sido hace cinco años exactamente. Serían las seis de la tarde. Ella estaba sentada al lado del ventanal practicando una de sus inocentes aficiones: observar las idas y venidas de los vecinos. Siempre presta a ofrecer su ayuda.

-        Hijo – recuerdo que me dijo impostando la voz. Mi madre, la verdad es que tenía un catálogo de imposturas de voz que ya quisieran tener muchos actores – siéntate,  - siguió diciendo -  tengo que comunicarte algo importante: hijo, tienes una fobia a las labores del hogar como un piano.

Mi madre, la verdad era que, a la hora de comunicarnos las buenas y malas noticias nunca se andaba por las ramas.

-        ¿Y eso es grave, madre? – contesté con la voz rota de dolor.

-        Bueno…, peor hubiera sido que heredaras el tifus del abuelito.

También era verdad que a la hora de consolar, como mi madre no había dos.

-        ¿Y desde cuándo tengo esa fobia, madre?  ¿Cuándo me contagié?  - dije en carne viva – Fue en Ceuta, ¿verdad madre?

Yo siempre llamaba madre a mi madre, porque llamarla mamá, con aquella papada y actitud de reina madre que tenía, no la favorecía en nada.

-        De nacimiento, hijo. Lo heredaste de tu padre.

-        ¡No! ¡Malditos genes! ¿Por qué yo? ¿Por qué?– exclamé con trágico ardor

-        Nada más parirte, Eulogio me lo dijo mientras te acogía por primera vez entre mis brazos: Teo, has tenido un niño sanísimo, pero mucho me temo que te ha salido con una fobia a las labores del hogar,  que  ya, ya…

Digo poco si digo que el mundo se me vino encima con aquella amarga noticia. Pero antes de caer en la previsible depresión, alcé mi rostro y busqué una pequeña luz de esperanza.

-        ¿Y eso se cura, madre, o estoy condenado a sufrir el resto de mi vida?

 Mi madre me miró tratando de cuantificar mi dolor. Seguidamente desvió su mirada hacia la calle. Diríase que buscando las oportunas palabras  de consuelo. Luego, volvió sus ojos hacia mí. Guardó un breve pero angustioso silencio. Y, dijo:

-        ¿Eh?

-        Que si eso se cura madre o estoy condenado a sufrir el resto de mi vida.

-        ¿Eso qué? – volvió a repreguntar.

Temí lo peor. Mi madre, no siguiendo el hilo de nuestra conversación parecía no querer asumir el dolor que me produciría la triste verdad. Y eso, a mi, sin ella quererlo,  me hería en lo más vivo.

-        La fobia – dije – mi fobia. La fobia que Eulogio te anunció que padecía.

-        Ah, sí. Oye, hijo, ¿tú te acuerdas de Eulogio?  

A mi madre la encantaba hablarme del pueblo. Yo supongo que porque a mi me cogió muy joven cuando lo abandonamos y deseaba que mantuviera viva su memoria.  

-        Sí, claro que me acuerdo, madre.

-        Murió. Me lo dijo Benjamín. Un día que amenazaba tormenta. Pobre. Antes de que empezara a llover, Eulogio emprendió el regreso a su casa montado como siempre en su bicicleta paseo de los Mártires abajo. Me parece estarle viendo montado en su bici: pim-pam, pim-pam, pim-pam, pim-pam, cuando en un fatídico bache,  se le salió la cadena de la bicicleta y fue a estrellarse contra un apero de labranza que se hallaba enganchado a un tractor al borde del paseo.

-        Pobre hombre – dije

-        Según me dijo Benjamín, no murió del trastazo.

-        ¿Ah, no?

-        Ocurrió que de pronto el tractor arrancó marcha atrás y le pasó por encima, apero incluido.  Se ve que con el ruido de los truenos el tractorista no oyó el trompazo de la bicicleta.

-        Vaya, también es mala suerte. Lamento que muriera…

-        No, si tampoco murió del atropello. – me interrumpió mi madre- El vecino se bajó rápidamente del tractor para socorrerlo, que aún mal herido, vivía, cuando un rayo… ¡zas!  le partió en dos al pobre Eulogio. De esa ya sí que no se escapó. La verdad es que a veces el destino  se ceba como un toro resabiado.

-        Sí, sí… muy resabiado - dije

Después de esto, lo cierto fue que, aún incoherente, mi preocupación por la fobia aminoró sustancialmente. Matar, lo que se dice matar, las fobias no matan. No obstante volví a repreguntar a mi madre si sabía de alguna cura o si debía aceptarlo como un mal crónico.

-        Naturalmente que se cura, hijo. – dijo mi madre con una leve sonrisa que me llenó de optimismo – Con valentía y perseverancia por tu parte, y comprensión por aquellos que te rodean. Como en realidad se trata de un achaque que se da en el hogar, es muy importante la comunicación familiar. ¿Recuerdas cuando ni siquiera tirabas de la cadena del váter?

-        Sí, madre.

-        ¿Recuerdas las largas charlas que teníamos para que te acordaras, tú, yo…y mi alpargata?

Lo recordaba perfectamente. En mi familia la palabra nunca brilló por su elocuencia. Yo siempre lo he achacado a los decibelios. Éramos más de ejemplos. Y mi madre para hacerse entender, cuando la cosa corría prisa de ser entendida, se valía, sólo a veces,   de algún elemento externo, aunque siempre del ámbito familiar.

Ahora, divulgado ya mi secreto o fobia a las labores del hogar, que espero que tal reconocimiento público no me estigmatice socialmente, que nosotros somos muy de estigmatizar, como mi propósito de curación de la misma, quisiera  hablarles de Eulogio.  Primero para no dejar cabos sueltos en el relato, segundo para dar cumplida cuenta de quién era en realidad, y tercero como un pequeño homenaje.

Eulogio no era el tocólogo de mi madre, como se ha podido pensar, no, ni su ginecólogo. La ginecología, tocología u obstetricia, por aquellos entonces eran ramas de la medicina que ni siquiera habían despuntado.

Eulogio era el afilador del pueblo, también llamado amolador.

El amolador era aquel comerciante ambulante que iba por las calles de los pueblos con un chiflo muy característico gritando: ¡El afiladoooor! ¡El afiladoooor!; y se servía de una bicicleta a la cual se le había adaptado una rueda de amolar que se accionaba con los pedales y afilaba cuchillos, navajas, tijeras, o arreglaba paraguas.

Pero también Eulogio, como tantos amoladores se ganaba un dinerillo extra  sacando muelas, operando a los niños de amigdalitis, o atendiendo en el parto a las mujeres del pueblo.

Según época, los afiladores tenían mucho trabajo, por lo que pasaban muy de tarde en tarde.

-        Eulogio, ahora no necesito nada – decía alguna mujer embarazada desde la ventana que daba a la calle -  pero dime: ¿cuándo volverás a pasar?

Y Eulogio decía:

-        Ni se sabe, Purita

-        ¿¡Tanto!?

-        Es que últimamente se me está acumulando la fajina. ¿Por qué lo quieres saber?

-        Por nada – decía Purita pensativa con ese gesto previsor tan característico de las mujeres - ¿Sabes qué, Eulogio? Ya estoy casi cumplida, así que…, anda, pasa y ayúdame a parir en un momento, que luego me da mucho asco que el niño me salga con barba.

Razón por la cual había tanto cinco, seis y sietemesinos en los pueblos.

También lo afiladores, en una labor social importantísima, hacían de educadores gracias a su experiencia y  a la ignorancia generalizada que había por aquellos entonces en los pueblos.

Por ejemplo no era raro ver salir de su casa a una mujer joven, recién casada, con fervientes deseos de ser madre, dirigirse al afilador, y decirle:

-        ¡Eulogio! ¡Eulogio! Dame un huevo, que quiero empollar un niño

-        Pero, Eduviges, hija - exclamaba aquel dueño de una paciencia sin límites - ¿tú qué quieres tener: un niño o un pollo?

-        Un niño, ¡qué voy a querer tener! Anda, no me pongas pegas y dame un huevo que estoy muy clueca.

Eulogio era un hombre de mirada profunda, con aquella tolerancia y comprensibilidad que poseen las personas  que lo han pasado realmente mal en la vida. Complaciente trató de aleccionar a Eduviges, cosa nada fácil por la educación sexual imperante.

-        Sé, Eduviges, - empezó a decir Eulogio midiendo mucho sus palabras – que eres una buena mujer; que cada domingo y fiesta de guardar vas a misa; que  eres muy devota de la virgen de Guadalupe; y que en tu inocencia, has relacionado: Espíritu Santo y Paloma. Es decir, que las palomas ponen huevos los empollan y tienen niñojesuses.

-        Sí…

-        Pues no, Eduvigita.

-        Bueno…tampoco es que yo quiera tener un niño Jesús, Dios me libre, yo me conformo con tener un niño normal y corriente,  con uno de andar por casa me conformo.

-        No va a ser posible – dijo Eulogio cada vez más azarado – Esa modo de concebir está únicamente reservada a Dios.

-        Pues sí que estamos buenos. Primero me entero de que los niños no vienen de París, y  ahora que empollar un huevo sólo es para tener niñojesuses o palomitas. Anda, Eulogio, explícate entonces cómo me las arreglo.

Eulogio lamentó en su interior la nefasta  educación que se recibía en aquella época, y que no pocos ayatolás religiosos desean con no pocas fuerzas se siga manteniendo. Eulogio, respetuoso con el pudor de Eduviges, pensó que aquel asunto era mejor tratarlo con su marido. Así que, para salir del paso, echó mano del consabido tropo. Dijo:

-        Verás, el hombre… y la mujer…. El hombre, tu marido, tiene…polen

-        ¿Ah, sí?

-        Sí. Y tú estigmas

-        ¡Anda!

-        Entonces el polen fecunda los estigmas. Lo que se llama polinización, que es como se reproducen las flores, las plantas y árboles…

-        ¡No! no, no, - dijo de pronto Eduviges interrumpiendo al  pobre Eulogio – Con ese método y conociendo a Roberto, lo mismo tengo un algarrobo. Prefiero empollar un huevo.

-        A propósito, ¿ya has hablado de esto con tu marido? ¿El también quiere tener un niño?

-        Pues no. Mi marido desde que nos casamos hace tres meses lo único que quiere es estar encamado conmigo a todas horas.  Nos pasmos el día dale que te pego. La verdad es que a mi también... No sabía yo que eso…

-        Pues nada, hija. A lo vuestro, que dicho lo dicho poco o nada más hay que explicar. Y si no al tiempo. Y ahora discúlpame, Eduvigita, que he quedado en casa del Alacrán para sacarle el repeon que se ha tragado su hijo, y llego ya tarde.  

Eulogio montó entonces en su bicicleta y: pim-pam, pim-pam, pim-pam, pim-pam, hasta que desapareció calle arriba.

Y este es mi pequeño y pobre homenaje a Eulogio y a todos aquellos oficios que desaparecieron con el progreso, como el afilador, el zapatero remendón, el calderero o estañador, el carbonero o la planchadora.

No los añoremos en demasía.

 A no tardar, gracias a las políticas de quienes nos gobiernan, a la  izquierda inoperante que padecemos, y sobre todo, a la ruin cobardía de la mayoría de nosotros, volverán, si no los mismos, otros muy parecidos.












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