domingo, 8 de junio de 2014

                                                         EL ARCE


En mis continuos viajes a oriente por cuestiones de trabajo,  conocí en Japón a un cultivador  de bonsáis.

Era un hombre culto y refinado en extremo.  Bendecido con la paz espiritual que emanan los grandes hombres y exquisito en el trato.

Rápidamente nos hicimos amigos unidos por  nuestro mutuo amor hacia la naturaleza, e interés por la cultura  e historia de nuestros respectivos países. A tal punto, que no pocas fueron las veces que me hospedé en su casa cuando visitaba su populosa ciudad, y donde, sentados en tatamis de paja, en su salón y tras la cena, entablábamos  largas conversaciones que sólo el sueño interrumpía.

 Me contó el origen de su heredada afición a los bonsái,  y decenas de anécdotas y curiosidades sobre los mismos. Llenas de mitos y secretismos, al ser éste un arte cultivado por emperadores, nobles y samuráis. Así mismo me obsequió aleccionándome   sobre las principales técnicas de su cultivo. Tegnicas basadas primordialmente en el conocimiento botánico, estudiada delineación y sobre todo, sentido común.

Por las mismas cuestiones laborables, dejé de visitar Oriente. En la última ocasión, y tras el ritual de despedida,  mi amigo me regaló como recuerdo uno de sus valiosísimos árboles de bandeja. Era un arce. El cual prometí cuidar con abnegada dedicación según sus enseñanzas.

  Un día, pasados muchos años,  recibí una carta suya diciéndome que venía a Europa y  que le gustaría visitarme. Encantado, y en su honor, compré las mejores viandas y  engalané el magnífico  jardín que rodea mi casa.

Cuando llegó, después de descansar, comimos, hablamos,  y ya en el estupor de los postres y bebidas, mi amigo me preguntó por el bonsái que años atrás me regaló.

Complacido, le invité a levantarse de la mesa y le conduje hasta la terraza desde donde se divisa el valle en el que se asienta mi ciudad. Por ser otoño, y ya media tarde, cuando el sol empieza a debilitarse, el cielo presentaba un color dorado Después de admirar el magnífico panorama, bajó su mirada, y observó con detalle el majestuoso  arce rojo que presidía el jardín, que parecía fruto resplandeciente de aquel cielo otoñal.


Recuerdo que mi amigo me miró y sin decir nada, giró levemente la cabeza. Asentí: Sí, ese es tu árbol, vine a decir. Sin mediar palabra, mi amigo bajó por las escaleras que conducían al patio. Yo le observé desde lo alto. Se sentó entonces en uno de los bancos y contempló la majestuosa planta durante largo rato.

Al cabo se levantó y se acercó a  él. Lo palpó como si acariciara a un animal querido. Se abrazó literalmente a él y miró hacia su copa. Luego, sonriéndome echo un vistazo al jardín como si buscara algo.

Le devolví la sonrisa, y al fin mi amigo pareció encontrar lo que buscaba: una soga.

 La cogió. Se acercó al  arce rojo, y pasándola por entre unas de sus ramas, subió al mismo con agilidad impropia de su edad. Una vez arriba, se sentó en una de las principales cepas y  siguió contemplando su follaje mientras  distraídamente jugaba con la soga entres sus manos.

En un momento se incorporó sobre la rama y me reiteró su misteriosa mirada.

 Lo que ocurrió después sucedió tan rápido, que ni tiempo tuve de sufrir el menor presentimiento, pues  de pronto, mi amigo, con la soga atada a su cuello,  se lanzó al vacío.