EL ARCE
En mis continuos viajes a oriente por cuestiones de trabajo,
conocí en Japón a un cultivador de bonsáis.
Era un hombre culto y refinado en extremo. Bendecido con la paz espiritual que emanan
los grandes hombres y exquisito en el trato.
Rápidamente nos hicimos amigos unidos por nuestro mutuo amor hacia la naturaleza, e
interés por la cultura e historia de
nuestros respectivos países. A tal punto, que no pocas fueron las veces que me hospedé
en su casa cuando visitaba su populosa ciudad, y donde, sentados en tatamis de
paja, en su salón y tras la cena, entablábamos
largas conversaciones que sólo el sueño interrumpía.
Me contó el origen de
su heredada afición a los bonsái, y
decenas de anécdotas y curiosidades sobre los mismos. Llenas de mitos y
secretismos, al ser éste un arte cultivado por emperadores, nobles y samuráis.
Así mismo me obsequió aleccionándome
sobre las principales técnicas de su cultivo. Tegnicas basadas primordialmente
en el conocimiento botánico, estudiada delineación y sobre todo, sentido común.
Por las mismas cuestiones laborables, dejé de visitar
Oriente. En la última ocasión, y tras el ritual de despedida, mi amigo me regaló como recuerdo uno de sus
valiosísimos árboles de bandeja. Era un arce. El cual prometí cuidar con
abnegada dedicación según sus enseñanzas.
Un día, pasados muchos años, recibí una carta suya diciéndome que venía a
Europa y que le gustaría visitarme.
Encantado, y en su honor, compré las mejores viandas y engalané el magnífico jardín que rodea mi casa.
Cuando llegó, después de descansar, comimos, hablamos, y ya en el estupor de los postres y bebidas,
mi amigo me preguntó por el bonsái que años atrás me regaló.
Complacido, le invité a levantarse de la mesa y le conduje
hasta la terraza desde donde se divisa el valle en el que se asienta mi ciudad.
Por ser otoño, y ya media tarde, cuando el sol empieza a debilitarse, el cielo
presentaba un color dorado Después de admirar el magnífico panorama, bajó su
mirada, y observó con detalle el majestuoso
arce rojo que presidía el jardín, que parecía fruto resplandeciente de
aquel cielo otoñal.
Recuerdo que mi amigo me miró y sin decir nada, giró
levemente la cabeza. Asentí: Sí, ese es tu árbol, vine a decir. Sin mediar
palabra, mi amigo bajó por las escaleras que conducían al patio. Yo le observé
desde lo alto. Se sentó entonces en uno de los bancos y contempló la majestuosa
planta durante largo rato.
Al cabo se levantó y se acercó a él. Lo palpó como si acariciara a un animal
querido. Se abrazó literalmente a él y miró hacia su copa. Luego, sonriéndome
echo un vistazo al jardín como si buscara algo.
Le devolví la sonrisa, y al fin mi amigo pareció encontrar
lo que buscaba: una soga.
La cogió. Se acercó
al arce rojo, y pasándola por entre unas
de sus ramas, subió al mismo con agilidad impropia de su edad. Una vez arriba,
se sentó en una de las principales cepas y siguió contemplando su follaje mientras distraídamente jugaba con la soga entres sus
manos.
En un momento se incorporó sobre la rama y me reiteró su misteriosa
mirada.
Lo que ocurrió
después sucedió tan rápido, que ni tiempo tuve de sufrir el menor
presentimiento, pues de pronto, mi amigo,
con la soga atada a su cuello, se lanzó
al vacío.
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