martes, 22 de octubre de 2013

La rata de biblioteca

                              EL TRAUMA             

En el escrito del día 28 de julio, mi querida esposa, MDLN, me define textualmente como: “Rata de biblioteca”

Al leer dicha frase no me sentí ofendido, aun cuando la frase se aplica casi siempre despectivamente para definir a una persona que pasa demasiado tiempo entre libros.

 No es este mi caso; sin ocultar por ello mi moderada afición a la lectura.

Para mí, el paraíso no es un tipo de biblioteca, como dijera Borges

Sin embargo, confieso que al leer la frase, si bien no me sentí molesto, sí experimente un escalofrío que lindó la ansiedad y que recorrió durante largo rato  mi bien cuidado espinazo, reavivando inesperadamente un viejo trauma de tierna juventud.

Como todo el mundo sabe, los traumas, o choques emocionales, aún en aquellos de menor importancia, siempre quedan subyacentes, y que, cuando los creemos ya extinguidos por el paso del tiempo, basta un hecho,  a veces tan sólo un olor, un sabor, una canción, o como en este caso, una frase escrita, para que los recuerdos afloren de nuevo causándonos  un vivo dolor.

Confieso no saber cómo superar los sentimientos negativos encerrados en  nuestra cabeza. No obstante, he oído decir, que para superarlos, uno de los métodos más eficaces es hacerles frente con determinación, reviviendo los hechos de la forma más objetiva posible, como si fuéramos un mero espectador desapasionado de nuestra propia y triste historia.

Prometo, antes de empezar, que así trataré  de hacerlo, aun en la seguridad de que ello me produzca en determinados momentos del relato evidente malestar.


                                             1973                             

Tanto la MDLN como un servidor nos hallábamos en el esplendor de nuestra adolescencia.

En aquel año, en la televisión se emitían programas como Los Chiripitifláuticos, el Un, dos, tres, responda otra vez, Estudio abierto o series como Colombo o Kung Fu.

 Se publicaba la novela Pantaleón y las visitadoras y el Atlético de Madrid ganaba la liga de futbol.

 En política, allá por septiembre, Salvador Allende se suicidó en el Palacio de la Moneda, y un hijo insigne de la monstruosidad, tomó  el mando.

Un chofer en la madrileña calle de Claudio Coello, se equivoca de dirección y al tratar de rectificar  mueren dos personas y un tal Carrero Blanco.

Por las emisoras de radio, televisión y discotecas,  se podían oír canciones como Charly, del grupo Santa Bárbara,  Il Mio Canto Libero de Lucio Battisti,  El gato que está triste y azul de Roberto Carlos, Eva María de los Formulas V, Amor Amar de Camilo VI, y  el clásico de Lou Red, Walking On The Wild Side. También el Glam Rock está en su apogeo con la edición de LPs de T-Rex y Aladdin Sane, de David Bowie.

En cine fue un buen año, por ejemplo, se estrenaron películas como El Golpe, con Paul Newman y Robert Redfort; La Noche Americana de Truffaut; Serpico y la no menos exitosa: El Exorcista, basada en la novela Willian Peter Blatty, un clásico ineludible en el cine de terror, y de gran repercusión social

En moda, las mujeres usaban botas largas hasta las rodillas, shorts y abrigos largos; y en los hombres pelo largo y alaciado, anchas patillas, camisas de colores sicodélicos,  pantalones ajustados con generosa hebilla en el cinturón y zapatos con frente ancho, tacones y plataforma.

En aquel año murió en la cumbre de su carrera, Bruce Lee, convirtiéndose instantáneamente en mito.

                            PELANDO LA PAVA


Recuerdo que transcurría el mes de agosto. El verano de aquel año fue especialmente caluroso. Serían las cuatro de la tarde, y el sol caía hiriente produciendo en la piel el escozor de las ortigas, aunque al norte, el cielo se teñía de nubes oscuras.

  La MDLN y un servidor paseábamos rambla abajo pelando - aunque más correcto resultaría decir asando - la pava.

 Al pasar por la caja de ahorros miré hacia el Club deseando entrar para protegernos del sol, pero entonces recordé que apenas me quedaba presupuesto para un par de refrescos, y hasta las nueve de noche, hora en la que ella solía volver a casa, faltaba mucho tiempo, así que pensé que mejor sería guardar el dinero hasta más avanzada la tarde.

 Pero el calor apretaba y empecé a dudar de que el galliforme animal que pelábamos no fuera a morir de insolación, o lo que era peor, que mi bella amada, en lógica decisión, deseara volver a casa hasta que pasara la canícula.

 (Algo que yo hubiera sido incapaz de proponer: antes morir achicharrado o como mojama de Barbate que privarme de su presencia)

Así que vi el cielo abierto y a una horda de niños  alados que alabaron mi suerte, cuando al pasar por la biblioteca pública la futura MDLN propuso entrar.

Rápidamente asentí sin hacer la menor objeción.

Yo jamás había estado es una de biblioteca, y consideré oportuno no decirlo, inseguro de la opinión a favor o en contra de aquella adolescente que ocupaba todo mi pensamiento pudiera formarse de mi: si empollón de haber estado, o babieca de lo contrario.

- Yo nunca he estado en la biblioteca- dijo ella como lo más natural del mundo.

Consideré aquella confesión como una muestra más de su gran personalidad. Ni por asomo la consideré babieca a aquella adolescente de Shorts magenta y camisa rutilante, sino, atractivamente contracultural, lo que hizo aún más patente mi admiración.

- ¿Y tú, has estado alguna vez? – añadió.

La respuesta, naturalmente, me fue servida en bandeja de plata, así que,  repliqué arrogante, con una típica frase del cine americano que aún hoy me sonroja haberla pronunciado:

- ¿Yo? Pero bueno, ¿por quién me has tomado?

                       
                             LA BIBLIOTECA

                   O CÓMO LA FUTURA MADRE DE LA NOVIA
                       ENTRA EN ESTADO CATATONICO

La biblioteca se hallaba en el entresuelo del edificio.
Cruzamos el enorme y viejo portón de hierro fundido y subimos las escaleras. Ya arriba, gentil, franqueé la puerta acristalada y cedí el paso a mi acompañante.

 Ésta, nada más entrar, se detuvo. Sus ojos comenzaron inesperadamente a escudriñar cada rincón del local, como si deseara detectar el origen de un malestar.

 La futura MDLN siempre ha sido una mujer de expresión alegre, y cuando su rostro no muestra dicha alegría produce cierta perplejidad. La miré y sentí que algo en aquel lugar no era de su total agrado.

Tal vez no fuera más que una falsa impresión mía, no obstante, y después de saber lo que no tardaría en pasar, debí hacer caso a mi intuición e invitarla a abandonar la biblioteca. Pero desgraciadamente, no lo hice.

  En aquella época ( actualmente no lo sé, después de lo que sucedió lógicamente no he vuelto nunca más) la biblioteca la formaban dos salas en forma de L invertida, donde los libros se ordenaban en oscuras estanterías que forraban las paredes.

 Ocupando el espacio, había grandes mesas de madera de nogal, de seis u ocho asientos, en las cuales descansaban  pequeñas lámparas individuales con pantalla verde.

 No había aire acondicionado, pero el calor quedaba amortiguado por dos ventanales entreabiertos y varios ventiladores de techo que producían una agradable brisa interior.

 Frente a nosotros, en una pequeña mesa, la bibliotecaria, bajo los sempiternos crucifijo y foto de Franco que colgaban de la pared,   escribía, y que al percatarse de nuestra dubitativa presencia, nos miró con evidente fastidio, como si la perturbáramos en su quehacer.

-¿Entramos? – dije.

 Ella asintió levemente con la cabeza.

Dos hombres de edad avanzada jugaban en silencio al ajedrez en una de las mesas. Otro hombre que parecía por su vestimenta de profesión liberal tomaba notas de un grueso volumen. Un anciano  leía el periódico. Y más allá tres jóvenes se aplicaban en sendos libros. Nos sentamos en la mesa de al lado.

 Luego nos levantamos y ambos recorrimos varias estanterías para elegir lectura. Ella se decidió por una revista de moda,  y el azar y por su sonoro nombre yo elegí un libro de narraciones de un tal Giovanni Boccaccio.
 
  Después volvimos a nuestro asiento.

Boccaccio inicia sus relatos describiendo las trágicas consecuencias de la peste bubónica que asoló Florencia allá por el año 1348.

Tras leer un par de páginas cerré el libro con la intención de levantarme para seleccionar un nuevo volumen, pero por no hacerme notar en el mutismo de la sala, me obligué a leer al azar al menos una de las narraciones.

Ni qué decir tiene que al instante quedé prendado de la sensualidad que desprendía. A tal punto me abstraje en la lectura, que cuando volví a levantar la cabeza, varios de los allí congregados habían desaparecido, y mi acompañante había dejado de ojear la revista  y permanecía en silencio con la mirada perdida en la nada.

- Si te aburres…- dije sin mucha convicción  – podemos irnos
- No – dijo

 Seguí pues leyendo. Al poco, o al menos eso me pareció, no podría precisarlo, ella se inclino hacia mí, y dijo misteriosamente:

- La silla se mueve.

Señalé con el dedo índice la última palabra que leía

- ¿Qué silla?
- Esta – dijo señalando con la mano su asiento
- La habrás movido sin querer.
- No, yo no he sido.
- Las sillas no se mueven solas. - dije. 
- Shsssssss- siseó la encargada de la biblioteca dirigiéndonos una mirada de desaprobación.
- Acabo de leer el cuento que he empezado y nos vamos, ¿de acuerdo?

Volví a reconcentrarme en la lectura. Acabé el cuento que leía, y sin recordar mi promesa, - de lo cual me arrepiento infinitamente  -  comencé a leer uno nuevo, y acabado éste principié otro, y tan embebido estaba, que no podría asegurar que fuera el último.

 Pero de pronto, un golpe seco, rotundo, metálico, precedido por un largo y siniestro chirriar de goznes, estalló en la parte baja del edificio,  sacándome de mi profundo ensimismamiento.  

La luz de los fluorescentes de la biblioteca comenzó en ese instante a titilar hasta apagarse. La oscuridad se hizo casi por completo. Sólo una leve luz lechosa entraba por los ventanales y a través del cortinaje.

  Varios truenos, como jamás había oído, retumbaron en la sala tal que si el cielo se partiera en pedazos. Uno de los jóvenes que se hallaba en la mesa de al lado, se incorporó en la silla dispuesto a marcharse, pero volvió a sentarse de inmediato cuando, literalmente, estallaron las contraventanas.

 Una ráfaga de aire violentísima  recorrió la negrura de la biblioteca elevando las cortinas y haciendo volar de un lado a otro de la estancia los papeles de la mesa de la  bibliotecaria como gigantescas y espectrales mariposas.

  La bibliotecaria asustada pegó su cabeza sobre la mesa y se protegió la misma con las manos. Luego, tras una calma expectante que duró varios segundos comenzó a granizar. El grueso granizo, impulsado por el viento golpeaba la barandilla del balcón y penetraba en la biblioteca emitiendo un ruido sordo en el parquet.

La bibliotecaria se levantó entonces de su asiento,  y con gran esfuerzo logró cerrar el ventanal. Sin poder distinguir su rostro, mi compañera, acodada en la mesa se tapaba los oídos con las palmas de las manos. 

  La lluvia sustituyó al granizo y  la bibliotecaria cruzó la sala hasta el otro extremo y cerró el segundo  ventanal.

Poco a poco la tormenta fue amainando. Por fin, los fluorescentes  comenzaron a centellear, y unos más tardes que otros, se encendieron

 Cual no sería mi sorpresa cuando vi a la futura MDLN sentada en una extraña posición. Se hallaba rígida, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados, e inmóvil  como una estatua.

Asustado, rápidamente me levanté de la silla, bordeé la mesa y me acuclillé a su lado. Pronuncié su nombre varias veces sin recibir respuesta.

Me aterroricé. Toqué su brazo frío y agarrotado. Me erguí y miré a uno y otro lado buscando inútilmente la ayuda a la bibliotecaria. En aquel instante los tres jóvenes se acercaron a nosotros.

- ¿Qué ocurre? -  dijo uno de ellos

Sobrecogido, guardé silencio. Volví de nuevo a buscar  a la encargada de la biblioteca, cuando mi mirada se detuvo en el hombre  que impasible leía el periódico, sordo y ciego a lo que ocurría. Debía sobrepasar la cincuentena. Tenía el pelo gris e iba peinado con esmero. Trajeado. Parecía un hombre culto.

De pronto alzó la cabeza, miró a la  futura MDLN, y dirigiéndose a mi, dijo con enervante indiferencia:

- Esa chica está en estado catatónico.

E imperturbable pasó una nueva página y siguió leyendo su periódico. Juro por Dios que odié con toda mi alma la indolencia y falta de empatía de aquel hombre.

La adolescente y futura madre de la novia abrió al punto los ojos, y sin abandonar su rigidez, dijo:

- Sácame de aquí


                               LA NIÑA REGAN, BELCEBU, EL PADRE KARRAS       
                                            Y BRUCE LEE

Su voz sonó profunda. Tenía las cuencas hundidas y los ojos ladrillaban con intensidad. Luego, inopinadamente,  se asió a los laterales del asiento, se recostó sobre el respaldo y colocó los pies sobre el travesaño de la silla

Esta,  y ante la estupefacción de los allí presentes, empezó de pronto a moverse. Primero poco a poco, y más tarde, adquiriendo una velocidad impropia y circense, pues se balanceaba  justo hasta el extremo para no caer al suelo, bien de espaldas, bien de bruces sobre la mesa

- ¿Cómo demonios hace eso? – dijo el joven de camisa a rayas

Traté de averiguarlo, pero no observé signo alguno en su cuerpo que indicara que era ella quien producía el impulso. Sus pies no tocaban el suelo, y su espalda se hallaba literalmente pegada al respaldo del asiento.

 Su torso envirotado parecía atado y bien atado a la silla, como si su cuerpo formara parte misma. Cómo lograba aquel efecto, no lo sé; y después de haber pensado en ello durante mucho tiempo, jamás me he podido dar  una explicación mínimamente convincente.

La bibliotecaria  atraída por el ruido se acercó corriendo a nosotros
- ¿Qué pasa? – preguntó
- No… lo sé – dije
- Ayúdame – me dijo
La bibliotecaria entonces se colocó detrás de la silla y yo desde uno de los costados aunamos nuestras fuerzas hasta detenerla.

- ¿Te encuentras bien? – dijo luego. Y al inclinarse sobre ella y ver su rostro descompuesto, iba a añadir algo, pero el viejo del periódico, exclamó con la misma y despreciable indiferencia:
Esquizofrenia. – y como un oráculo de lo incuestionable, agregó -: Esa joven es esquizofrénica

La MDLN giró al punto lentamente la cabeza. Tenía el rostro  exsánime y sin expresión.  Clavó sus ojos ahora violáceos en el hombre,  como si deseara fulminarlo, guardó unos segundos de silencio,  y dijo con toda la rabia del mundo:

- Viejo apóstata.  ¡Hijoputa!

Era la primera vez que oía a la futura madre de la novia  insultar gravemente a una persona mayor. Mi sorpresa, lógicamente, fue mayúscula. Ya no tan sólo por el improperio en sí mismo, sino por el grave tono con que lo pronunciara

- Vigilarla. – dijo la bibliotecaria -  El teléfono no funciona. Voy a avisar a alguien.
- No tarde - dije

Una vez que la bibliotecaria desapareció, oí que uno de los jóvenes decía, como para sí:

- Yo llamaría a un sacerdote.

Luego se estableció un largo silencio. Me acuclillé de nuevo a su lado y rogué que la ayuda no llegara demasiado tarde.

- ¿Qué significa apóstata? –dijo otro de los jóvenes. Estos se hallaban detrás de mi.

De la calle llegaban lejanos ecos, como si ésta, la calle, fuera un mundo paralelo, inalcanzable e irreal

- Debe ser una palabra extranjera.  ¿Sabe extranjero?- me preguntó

No contesté. Estaba aterrado sin saber qué hacer. Cada segundo desde que marchara la bibliotecaria era una eternidad

- Está poseída  - dijo uno de los jóvenes hablando entre ellos
- Deberíamos asegurarnos

Ni siquiera podía racionalizar las palabras de los jóvenes. Lejos de censurarles sus disparates, los agradecía: empujaban el tiempo. El joven de menor edad  se sentó entonces frente a la futura MDLN. Cruzó los dedos de las manos sobre la mesa e impostando la voz, dijo:
- ¿Hay alguien dentro de ti?
- …
- ¿Es el capitán Howdy?
- …
El joven de nariz aguileña murmuró algo al oído de su amigo.
- ¿Qué? Ah, sí.  ¿Cuál es el nombre de soltera de mi madre?
- ¿Queréis dejarla en paz? Idiotas. – salté. El joven de la camisa a rayas se levantó de la silla y desapareció -  ¿Te encuentras mejor? – la pregunté a la futura MDLN -  Aguanta un poquito más. La bibliotecaria no tardará en llegar.

Al poco el joven de camisa a rayas volvió a aparecer. Se colocó frente a mí, al otro lado de silla en la que la enferma estaba sentada. Había descolgado el crucifijo de la pared.

- ¡Satán, espíritu inmundo! – declamó de pronto  alzando el crucifijo
- ¡Pero qué haces! –dijo  su amigo quitándoselo de las manos – ¿Es que no te acuerdas de lo que hacen las endemoniadas con los crucifijos, o qué?
- Es verdad. ¡Madre mía! – dijo, al tiempo que  marchaba de nuevo
- Quiero irme – dijo la madre de la novia.
- Creo que lo mejor es esperar. Necesitas que alguien te vea. - contesté

Pero el joven fatigoso de camisa a rayas volvió a hacerse presente. Esta vez en lugar del crucifijo portaba el retrato de Franco.

- ¡Belcebú! ¡Belcebú! – gritó vehemente -  ¡Escucha! -  Mira la imagen de nuestro  generalísimo Francisco Franco. Salvador de la patria para gloria infinita de Dios.  Pesadilla de rojos, ateos y herejes. Centinela de occidente.  Fundador del Nacionalcatolicismo. ¡Oh Franco!, salva a tu sierva
- Oye…, ¿por qué no imitas la voz de Franco? – dijo su amigo
 ¡Calla, hostias!- dijo éste. Y prosiguió -: ¡Tiembla ante él, Becebú! Príncipe de todos los asesinos. ¡Viejo hereje! ¡Carroña! Puerco degenerado.  ¡Lechón!
- ¿Lechón? – dijo el amigo sorprendido - ¿Llamas lechón a Belcebú?
- Sí, qué pasa. ¡Yo te conjuro! ¡Huye espíritu hostil! – y el joven calló, como haciendo memoria -  Ah, sí- dijo - ¡Vade retro me, Satanás! –  y volvió a callar, luego dijo mirando a uno de sus amigos - : Oye, me ha quedado bien eso de Vade retro me, ¿verdad?
- Uy, la mar de bien, sí

De pronto, lentamente, la futura madre de la novia, ayudándose en la mesa, se incorporó de la silla. El joven al verla, quedó petrificado. Ella dio dos pasos hacia él  y le miró con intensidad

- ¿Padre Karras? - dijo

El joven,  paralizado, atónito como todos los que presenciábamos la escena, dejó caer la foto de Franco. Ella, entonces, giró su cuerpo y… ¡zas!, le arreó tal patada en la entrepierna, que me pareció ver las amígdalas del improvisado exorcista.

El joven dobló su cuerpo por el dolor. Cuando volvió a enderezarse, craso error, la que en ese momento pasaba por la niña Regan Teresa MacNeil, alias Bruce Lee, alzó de nuevo la pierna, y… ¡zas! ¡zas! y ¡zas!
Y, oh milagro, sin truco ni cartón, el joven, durante largas décimas de segundo,  levitó.


                                      EL CLUB, UN TRINARANJUS
                                                Y
                                        LOS ROLLING STONE

- Sácame de este lugar – dijo ella con voz  implorante
- Creo que…
- Quiero irme, por favor.
Parecía a punto de desmayarse.
- ¿Crees que puedes andar? – repuse
- Sí

Hubiera querido pasar su brazo por mis hombros y rodearla por la cintura como a un herido de guerra, pero no me atreví. Ella me ofreció entonces su mano

Apenas nos habíamos girado cuando oímos de nuevo la voz del viejo del periódico. Habló con la misma indiferencia irritante

- No deberíais marchar. -  dijo dirigiéndose a mi - Está enferma. Es posible que gravemente  – e indolente mojó con la lengua la yema de su dedo medio, pasó una nueva página del periódico y reanudó una vez más su lectura.

Desde la primera vez que aquel hombre se dirigió a nosotros, su pasividad me pareció indignante. Sin embargo dudé de que no tuviera razón. Por su tono de voz y aspecto pulcro parecía saber de lo que hablaba.

- Por favor – musitó ella
Lentamente salimos de la biblioteca y  bajamos las escaleras.
Su mano ardía
Fuera, el aire ahora era húmedo por la lluvia caída, y del pavimento, antes candente se elevaba un leve vaho.
- ¿Estás bien? – dije
- Sí.

Después de lo sucedido me sentí en la obligación de preguntarle si quería que la acompañase a su casa.
Era lo correcto.
- ¿Quieres que nos tomemos algo en Club? – dije saltándome la corrección

Ella asintió de nuevo con un leve movimiento de cabeza. Me alegré.
- ¿Puedes seguir sola o quieres…?
- Sí, ya estoy mejor. – dijo retirándome la mano

Cruzamos la calle. Por suerte, ella parecía restablecerse a cada paso que dábamos.

El Club era una sala de fiesta que abría los días festivos. El resto de la semana sólo el bar que daba paso a la discoteca se hallaba abierto. Sus asiduos estaban formados principalmente por adolescentes como nosotros. Debido a las vacaciones los parroquianos no eran muy numerosos. Por indicación suya nos sentamos en una mesa del fondo del local.
- ¿Quieres tomar algo?
- Un Trinaranjus - dijo

Me levanté y fui hacia la barra. Alguien introdujo una moneda en la máquina de música y empezó a sonar La reina bruja de Nueva Orleans.

Mientras esperaba la bebida no dejaba de hacerme preguntas. Algunas absurdas y otras inquietantes.  Palabras como esquizofrenia, epilepsia, paranoia, hijoputa y locura aparecían y desaparecían en mi cabeza como peligrosos satélites desorbitados.

 No hacía mucho tiempo que nos habíamos conocido en los pasillos del instituto, entre clase y clase de nocturno. A los quince años es muy difícil distinguir entre amor y arrebato. Pero algo me decía, o mejor dicho, me hacía sentir que aquella adolescente extrovertida, parlanchina y desbordante era la futura madre de la novia.

En cualquier caso, y evitando los tópicos, en aquel momento, lo que sentía era muy claro y simple: sencillamente me sentía el adolescente más desgraciado del mundo. Y no. No me haría más preguntas. Tampoco a ella. Nada de preguntas.  Tal vez más adelante. Si, tal vez … 

El camarero me devolvió el cambio. Volví a la mesa con su bebida, una tónica y dos vasos largos con hielo. Serví  los refrescos en silencio y comencé a girar mi vaso entre las manos observando las burbujas de la tónica. Por fin me atreví a mirarla Su rostro, por fortuna, había vuelto a su espléndido color natural. Sus ojos brillaban ahora con intensidad y sus labios tornaron a su frescura y sonrosada tonalidad de siempre.

- Te encuentras mejor – dije
- Un poco cansada, pero mucho mejor.

La música de Pink Floid sustituyó a Redbone.

- Te he asustado, ¿verdad? – dijo ella
- No… - contesté sin mucha convicción.

Parecía a punto de llorar.

- Estoy avergonzada – dijo. Luego respiró profundamente y añadió -: No sé qué pensarás de mi, tú y los demás también, después de lo que ha sucedido en la biblioteca.
- Nada – dije
Pensar…, - pensé-  yo y los demás. Yo, nada. Yo no quería pensar, y no pensaría nada. Los demás… Si padecía aquella enfermedad terrible que dijo el viejo del periódico, estaba seguro que amigos y familiares me aconsejarían que abandonaran aquella relación.

Pero… ¿cómo? ¿También me lo dirían los demás? ¿Me dirían cómo abandonar a alguien en la cual se piensa casi obsesivamente día y noche? ¿Me dirían cómo abandonar a alguien, cuya ausencia, aún sólo siendo de horas, uno envidia incluso a las personas que simplemente se cruzan con ella en la calle? Ellos, los demás, ¿me lo dirían?

Todo se olvida. Sí. Eso me dirían. Todo se olvida. Pero…¿y si yo…no lograba olvidarla? ¿Y si yo fuera la excepción? ¿Qué dirían entonces los demás? ¿Lo siento?

Bebí un largo trago de tónica y me recriminé mi actitud. Aquel silencio oneroso y agotador que mantenía. Debía decir algo. Todos, o casi todo el mundo, me tiene por un tipo introvertido,  algo cáustico a veces, bien es verdad, pero ocurrente. Por lo tanto, eso no debería ser un gran impedimento para mí

Al punto, los mismísimos Rolling Stones acudieron  en mi ayuda. En el bar sonaron los primeros  acordes de Angie. 

- Te preguntarás qué me ha pasado - dijo.
A la adolescente y futura madre de la novia se le inundaron los ojos de lágrimas.
- ¿Te gusta esta canción? Es estupenda, ¿verdad?- dije
- Pensarás que estoy loca
- Bueno… no a todos nos tienen que gustar las mismas canciones
- Sí, la canción me gusta mucho. Pero no me refería a eso.
- Sé a lo que te refieres.
- ¿Ah, sí? – dilo ella
- Sí. Te horrorizan las tormentas. 
- No
- ¿Sabes?, - argumenté -  mi madre en los días de tormenta se encierra en su dormitorio, y a oscuras, reza una y otra vez el rosario hasta que escampa.
- Pero yo…
- Tú... – la interrumpí – tú en vez de rezar a oscuras, le arreas un par de patadas en los testículos a cualquier impertinente que se te cruce. Más o menos es lo mismo
- No, no es lo mismo – dijo apuntando una leve sonrisa  ´- Pobre chico. Pero necesito que sepas algo sobre mí. Es algo que debes saber
- No creo que sea el momento- dije- Me lo puedes decir mañana, o la semana que viene, o el mes…
- No, necesito decírtelo ahora

Apenas me quedaba tónica en el vaso. Removí los cubitos de hielo y agoté el último sorbo. Luego, para rebajar la tensión me concentré en la voz atiplada de Mick Jagger.

- ¿Cuánto tiempo hemos estado en la biblioteca? – preguntó. No hubiera podido hacer el cálculo con la prontitud que se me requería. Por suerte, ella se me adelantó - : Casi tres horas
- Sí- dije en un murmullo
- En silencio… - dijo haciendo una pausa transitoria, como si yo debiera llegar a una conclusión
- En silencio… - repetí. Me removí en el asiento. - ¿Y? – agregué aventurándome a parecer estúpido
- ¡Sin hablar! - dijo, enfatizando las palabras.
- Sin hablar… - volví a repetir como un autómata
- Sí – dijo ella -  Ha sido inaguantable

Ambos callamos. Ella me miró ávida esperando una reacción que no llegó

- Ha sido horrible. – dijo ante mi colapso mental.
Por fin, me atreví a decir inseguro de haber entendido sus palabras:
- ¿Quieres decir que… todo lo sucedido en la biblioteca se debe a que no has podido hablar durante tres horas?
- Sí. – dijo- ¿No te ha parecido insoportable?
- Pues… -  empecé a decir entre aliviado y perplejo.

Con infinita satisfacción,  la adolescente y futura madre de la novia apoyó de pronto su frente en mi hombro

- Dios mío- dijo – Eres una rata de biblioteca.
- ¿Yo?
- Sí, tú. Una enorme rata de biblioteca

Retiré suavemente mi hombro, como ofendido

- ¿Sabes que me has dado un susto de muerte? – dije

Ella parecía repuesta

- La verdad es que he exagerado un poquito el ataque de ansiedad… Lo siento
- Veo que eres una gran actriz – dije a modo de reproche
¿Te has enfadado?
- No. Estoy decepcionado. Ni padeces síndromes catatónicos, ni estás poseída por el gran Belcebú, y ni  siquiera eres esquizofrénica. Me había hecho ilusiones

Ella rió.

- ¿Nos vamos? – dijo.

El club, sin darnos cuenta se había abarrotado de clientes. Nos levantamos y salimos. Fuera empezaba el largo crepúsculo veraniego.

- Oye…
- ¿Sí?
- ¿Ni siquiera eres maniaco-depresiva?
- No
- ¿Ni un poquito?







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