martes, 27 de agosto de 2013

El padre de la novia P.D.L.N


Si el tiempo, la pereza y mis famélicas musas me lo permiten…
  • Y la MDLN (Madre De La Novia) ¿No cree usted?
Sí, señor, y la MDLN, que para eso es la creadora de este blog. Me gustaría contestar o colaborar en el mismo.
  • Usted verá. Mientras no se meta en líos…
  • ¡No, hombre, no!
  • Recuerde que es usted el PDLN (Padre De La Novia). Que las dudas, enmiendas, emulaciones y porfías con la señora de uno nunca son buenas. Yo que usted inspeccionaría el sofá de su salón, y si por pequeño o destartalado no fuera del todo cómodo, pensaría en mercarme uno nuevo y confortable.
  • ¡No sea usted retorcido y pájaro de mal agüero, hombre!
  • Pues yo creo que lo de usted son ganas de meterse en líos de once varas. No nos engañemos, y no quisiera ofenderle, pero, en cuestión de tacto y sensibilidad femenina no es usted un adalid, ni un Lord Byron, ni un Hoffmann, ni un…
  • ¿Y un Pedro Salinas?
  • ¡Ca! Tampoco
  • ¡Vaya por Dios!
  • Que usted, amigo mío, cuando se pone a escribir, se apasiona y pierde el norte con facilidad. Las palabras, recuerde, cuando se hallan escritas y no dichas, y por consiguiente fuera de la pronta corrección, están llenas de interpretaciones a cual peor intencionada. Advertido queda. A todo esto, no ha explicado los motivos por los que ahora, después de tanto tiempo desea colaborar con asiduidad en el blog de su señora esposa, MDLN
  • He llegado a la conclusión de que puede ser divertido.
  • ¿Y sólo eso?
  • Creo que fue Unamuno quien dijo que escribir era una forma de conocerse a sí mismo.
  • ¿Está usted seguro que fue Unamuno quien dijo eso?
  • No. Tal vez fuera el Dalái Lama. ¡Qué más da! Y por consiguiente y derivación, leer puede ser una forma de conocer a los demás.
  • Claro, claro…
  • Fíjese que en su último escrito, la MDLN, después de lamentar su ausencia del blog, dice estar tranquila en la seguridad de que nadie ha necesitado ayuda psicológica por dicha ausencia. Refiriéndose, claro está, a sus seguidores, que por lo que he podido averiguar suman entre cinco y seis, lector arriba, lector abajo. La pregunta que a uno le asalta, lógicamente es: ¿Es mi mujer, aparte de ser la MDLN, psicóloga? He aquí pues, el contundente ejemplo de lo que decía: yo no sabía que ella practicara la psicología hasta que lo he leído en el blog. ¿Se percata usted de la importancia que tiene saber después de tantos años juntos que la mujer de uno es psicóloga?
  • Me percato, ¡Vaya si me percato! Claro que, conociendo su sagacidad, me extraña que no se haya preguntado por la catadura mental de esas cinco o seis personas que la siguen en el blog.
  • Ah, pues no. No me lo he cuestionado. No, no; no señor. Ni ocurrírseme. Qué va. ¡Dios me libre!
  • Ya.
  • Otras de las razones que me llevan también a colaborar y a leer atentamente “Cómo estar sano y no morir en el intento” es que éste puede servirme de oráculo
  • ¡Caray!
  • Tal cual le digo. Dice mi querida esposa textualmente en el sexto párrafo de su último escrito: “Sin olvidar (refiriéndose al tiempo) que el que me queda es para poner orden en casa”. Como es fácil deducir, al leer esto, el respingo que di en la silla en la que estaba sentado, ya lo quisiera dar la más entumecida y vital de las chotas. No era para menos, ¿verdad usted?
  • Si usted lo dice…
  • Mi casa, no es porque lo diga un servidor, pero es un prodigio de orden y limpieza. Sólo un elemento desordena o desequilibra, constante, sempiternamente la correcta disposición de las cosas en mi hogar: Yo.
  • Me lo temía. ¿Y qué va a hacer usted en ese tiempo en el que su mujer pone en orden el orden de su casa?
  • Desaparecer. He contratado un viaje low cost al Kalahari. Tengo entendido que allí no llegan las señales de móvil ni Internet. Y ya de paso me desintoxico de mi vieja adicción a la MasterCard
  • ¿Alguna razón más, aparte de las ya mencionadas, para colaborar en el blog de su esposa?
  • Pues sí, aún queda alguna más. La que yo llamaría la razón del matiz. Los escritos de la MDLN, son demasiado generalistas para mi personal gusto. Uno no se hace una idea exacta de los hechos narrados. Les faltan, matices, profundidad, pequeños detalles, sensoriales y descriptivos que los hagan más vívidos, cercanos, personales.
  • ¡Ay, amigo mío, que creo que está usted sufriendo un ataque agudo de purismo!
  • Confieso que llevo ya rato sintiendo los síntomas, sí.
Pero ya atacado, déjeme que retoce en la pedantería que he adquirido con gran esfuerzo y constancia en los mejores buscadores de Internet.
- Como usted quiera, pero sin ostentación, ¿eh?, sin ostentación


Para mejor ilustrar lo dicho me gustaría narrar una anécdota sobre la descripción literaria. Esta anécdota que repetitivamente se contaba, y aún se cuenta, en los más prestigiosos círculos literarios del mundo, y que tiene como protagonistas a Lev, o León Nikoláievich Tolstoi, y al también novelista y dramaturgo Ivan Serguéyevich Turgéniev, o Turguénev.
Ivan Serguéyevich Turguénev tuvo una infancia traumática. Huérfano de padre a los 16 años, quedó al cuidado de su única madre (para que luego digan que la naturaleza es sabia) Varvara Petrovna. Una mujer vil, despiadada y muy ominosa.
- ¿También ominosa?
¡Una víbora, amigo mío, una víbora! Daba tales zurras al pobre Ivancito que éste no necesitaba ni pelliza para pasar los fríos inviernos rusos.
- ¡Qué barbaridad!
No digo más que cuando Varvara Petrovna salía a la calle en su ciudad natal, Oriol, junto al río Oká, al sur de Moscú, la nieve se derretía a su paso y los vecinos se escondían es sus casas llenos de pavor.
  • ¡Hostias!
Las palizas, lógicamente, influyeron en su carácter taciturno y pusilánime.
  • No era para menos

Tullido a palos a manos de su madre, ¡Qué mala, Dios mío, qué mala!, el pobre Ivan Serguéyevich Turguénev primero se dio al rape, y por último cayó en el profundo y fatídico pozo del romanticismo, del que, lamentablemente, jamás salió.
  • Se veía venir
Había cumplido ya la mayoría de edad, cuando, un día, su madre, ¡Qué arpía!, se ausentó una semana, no se sabe bien por qué ocultos motivos. Como consecuencia, el joven Turguéniev sufrió un bloqueo literario debido al síndrome de abstinencia. Y se dijo: No puedo seguir así. Ya estoy harto de que mi mamenka (¡Va-de re-tro meeeee!) me tulla a palos. Me voy a Baden-Baden.
  • ¿Y se fue a Baden-Baden?
- Sí, sí
Volvió en varias ocasione a Rusia. En una de ellas, en San Petesburgo, conoció a Lev Tolstoi y a su esposa, la condesa Sofía Andreyevna Tolstaya. Hicieron una gran amistad, volviéndose a encontrar en varias ocasiones en distintas ciudades rusa y europeas. En la ocasión que nos ocupa, Turguéniev, decidió visitar a Tolstoi por primera vez en su finca de Yasnaya Polaina.
  • ¿Está usted seguro de la veracidad de esta…anécdota?
  • Palabra de Google.
Era un día de noviembre. Hacía tanto frío que Turguéniev pensó que debía helar el vodka como si de agua se tratara, y el viento, cortante e hiriente, silbaba cual quejido en los voladizos del tejado. Llamó a la puerta. Un miembro de la gleba de Yasnaya Polaina le recibió. Al abrir, una ráfaga de viento cuajado de copos penetró en el zaguán. El mujik miró incrédulo al visitante sin decir nada, como si se cerciorase de que no fuera una aparición traída por la tempestad. Turguéniev quedó absorto y admirado. Era la primera vez que veía al criado de Tolstoi, sin embargo, lo reconoció. Su cara, aunque habían pasado ya varios años, seguía fresca, bondadosa y sencilla en la que la barba, antes incipiente, era ahora tupida. Limpio y lozano mantenía sus dientes blancos e iguales de campesino, y el semblante alegre y espabilado. Turguéniev, observó luego sus manos vigorosas y aspiró el olor a brea de sus recias botas. Dijo:
  • ¿Gerasim?
Asombrado de que aquel hombre, que jamás había visto, supiera su nombre, el mujik acertó a decir:
  • Sí… ¿Qué desea?
  • ¿Está León Tolstoi?
  • Depende- dijo el siervo.
  • ¿Depende de qué?- repuso Turguéniev
  • De quién sea usted. ¿No será Fedor o Fiodor?
  • No, no señor...
Desde el interior de la casa se oyó una voz gutural, pero débil, que Turguéniev tardó en identificar como la del gran maestro
  • ¿Quién es, Gerasim?
  • No sé, amo- contestó el siervo.
  • Si es el existencialista epiléptico que se vaya con viento fresco.
  • No, amo, más parece un romántico.
Una voz crispada de mujer que parecía salir de todos los rincones de Yasnáia Polaina, y en la que Turguéniev reconoció a la mujer de Tolstoi, la condesa Sofía Andreyevna, dijo:
  • ¡Gerasim, como no cierres esa puerta y se me apague el infiernillo del samovar, te tundo a palos! ¡Juro por san Demetrio Rostov que te hinco de hinojos y te doy más palos que a una estera!
Gerasim no pareció asustarse. Por el contrario exhaló una leve sonrisa casi beatífica, como si no esperara menos de la condesa
  • Pase- dijo al novelista y dramaturgo, que sin tardar obedeció. Luego el mujik cerró la puerta y añadió: - ¿A quién anuncio?
  • A Ivan Serguéyevich Turguénev o Turguéniev
  • ¿Seguro que no es Fiodor o Fedor?
  • No, no…
  • Espere aquí un momento.
Gerasim camino pasillo adentro, llamó con los nudillos a una puerta y pasó sin esperar permiso. No tardó en salir. Mientras se acercaba a Turguéniev, observó que vestía pulcramente a la rusa, con mandil de cáñamo y limpia camisa de percal de mangas remangadas sobre sus fuertes brazos desnudos.
- El señor está acabando de reparar unas botas de cuero. Ahora es zapatero.- añadió el siervo al ver la cara de incredulidad de Turguéniev- No tardará en recibirle. Puede esperar en esta salita.
La salita no era muy grande. Sobriamente decorada poseía un ventanal que daba a la parte posterior de la casa, y desde donde podían verse las caballerizas.
Zapatero…- repitió para sí mismo Turguéniev - el inmortal creador de Ana karénina... Zapatero… “Amigo, vuelve a la literatura”. Se acercó luego al ventanal. El viento había aminorado su ímpetu, aunque el cielo aún seguía encapotado. Por el ventanal vio como el palafrenero entraba en una caballeriza, abrió una puerta cochera y sacó un caballo que condujo a través del patio. Turguéniev observó detenidamente al equino. Un irrefrenable deseo le impulsó a abrir el ventanal.
  • ¡Palafrenero! ¡Palafrenero!- gritó. El hombre se detuvo expectante con el caballo en medio del patio- Ese caballo que guía - siguió diciendo Turguéniev- ¿no se llamará por casualidad Kolstomier?
No, aquel caballo no podía ser Kolstomier.- pensó Turguéniev- kolstomier había muerto hacía mucho tiempo. El palafrenero escrutó a su interlocutor tratando inútilmente de reconocerlo. Por fin, dijo:
  • Sí, señor, se llama Kolstomier en honor a su padre. Son idénticos.
Turguéniev sonrió satisfecho. Cerró el ventanal, se sentó en una silla de la salita, y mentalmente recitó el pasaje de Historia de un caballo.

“Hay vejeces de muchas clases: la vejez majestuosa, la vejez horrible, la vejez que nos inspira compasión; y hay otra que participa de la primera y de la última: la vejez majestuosa que nos inspira lástima.

A ésta pertenecía la de nuestro viejo caballo pío.

Era de mucha alzada; su pelo había sido negro en sus tiempos, pero las manchas negras se habían quedado ya de un color oscuro sucio…”

  • Y ésta es brevemente, amigo mío, la anécdota que deseaba contarle.
  • Creo que usted no tiene la menor noción de lo que significa brevedad.
  • Oh, sí, créame que podría haber continuado escribiendo.
  • Le creo. Cómo no creer a un fanático del Cuento de la Buena Pipa.
  • De hecho lo haré en los próximos días. Tolstoi es uno de mis escritores favoritos.
  • Como desee. No seré yo quien se lo prohíba. Buenas tardes y hasta otra, pues



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